domingo, 25 de septiembre de 2016

El encargo

He estado desaparecido una semana porque fui contactado por mis «amigos» brujos. Recibí la llamada el lunes 19 de septiembre. La misma voz de siempre. La misma petición. «Necesitamos de tus servicios». Eso fue todo. Los «servicios» incluían, como de costumbre, escribir algunos artículos para desviar la atención de los ciudadanos penquistas acerca de un homicidio en particular: la chica muerta en Chiguayante, hecho que comenté justamente en una entrada anterior. Al igual que en ocasiones anteriores, las fotografías tomadas en la escena del hallazgo del cuerpo así como los documentos policiales desaparecieron misteriosamente. Lo más notable fue que incluso quienes estuvieron a cargo de la investigación la semana previa a Fiestas Patrias han olvidado el hecho. No me extraña. Conozco la habilidad de estos maleficiadores para embolinar mentes y engatusar a los incautos que dicen sus nombres sin pensar que, gracias a ello, pueden ser controlados.

Iglesia Aldo, Chiguayante.
La novedad de la semana fue otra. Mientras estaba en estas labores fui contactado por la persona más insospechada: don Reinaldo Castillo (el padre de Lorena Castillo, la chica encontrada muerta en el Santuario del cerro La Virgen en diciembre del año pasado y de quien nadie —excepto yo y su padre— se acuerda). Me pidió una reunión secreta, para lo cual me citó en Chiguayante el jueves 22 de septiembre a las 11:00 horas, en las cercanías de una iglesia alejada del bullicio y prácticamente aislada.

Accedí más que nada por curiosidad. Me fui en locomoción colectiva para no despertar sospechas. Me junté con él en Walter Schaub con Los Avellanos. En silencio caminamos hacia la iglesia y nos perdimos en el bosque aledaño. Solo allí, en la soledad de la naturaleza, se atrevió a hablarme. Fue breve. Supongo que sospechó que conmigo no era necesario una larga explicación. Si ya había llegado a mí era porque conocía de mi relación con la Nueva Recta Provincia. «Usted sabe lo que voy a pedirle», me dijo. Asentí. «Solo un encargo», acentuó levantando sus espesas cejas sobre el marco de sus lentes oscuros. Permanecí en un silencio respetuoso, esperándolo. «Quiero reunirme con el brujo que mató a mi hija». Justo cuando iba a responderle que eso sería imposible, porque, claramente, no tenía idea de que no tenía injerencia alguna en la organización, ambos levantamos la vista y nos quedamos prendados en un tiuque que nos observaba, ominoso, desde un árbol cercano. Intempestivamente, el teniente en retiro de carabineros sacó su arma y disparó, sin mediar ninguna advertencia, contra el extraño pájaro, que alcanzó, por milímetros, a esquivar el disparo. Después de ello, se lo tragó el bosque y no volvimos a verlo.

No es mi tiuque. Me ha sido
imposible fotografiarlo.
«Saben de nuestro encuentro», me dijo con una entereza que me sorprendió. «Ahora estará obligado a hacer lo que le pedí», sentenció. Intenté persuadirlo. Que echara pie atrás. Que todavía estaba a tiempo. Pero nada de lo que le dije tuvo eco en su mente. Estaba decidido. Lo estaba incluso desde antes de nuestra reunión... Probablemente desde esa mañana en que lo llamaron para informarle del asesinato de su hija. O quizás tres días después, cuando todo vestigio de su muerte desapareció, incluso entre sus colegas de armas. Ahí debió haber sospechado que algo fuera de toda lógica había pasado.

¿Cómo llegó a mí? No sé. Creo que he dejado demasiados rastros, lo que me hace temer que, al menos uno de los brujos, ese a quien vi hacer sombras de lagartijas alguna vez, me conoce. Sabe mi nombre. Está al tanto de este blog. Y solo está a la espera de algún acontecimiento. Algo que desconozco, pero de lo que, ahora estoy seguro, soy parte.

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