martes, 4 de octubre de 2016

Primer encuentro

San Cipriano, protector
contra maleficios
«Virtuosísimo San Cipriano, 
te pido que me libres de los ataques constantes
de los malos enemigos, visibles o invisibles,
líbrame de todo daño y mal
que ellos me quieran causar,
desármalos, aléjalos, destiérralos de mi lado,
haz que no se ensañen conmigo.

Sálvame de muerte repentina,
de tempestades, rayos, incendios,
de cualquier desgracia o catástrofe».

A dos días del lanzamiento del libro Maleficio: el brujo y su sombra con cuya autora colaboré entregando cierta información sobre brujos y brujas de la Nueva Recta Provincia, estoy francamente angustiado. A ratos me arrepiento de haber aceptado semejante colaboración, pero ya no hay vuelta atrás. Mi seguridad, en todo caso, está perdida desde antes, cuando empecé a tener un vínculo más cercano con algunos integrantes de la organización brujeril que, desde el 2008, se instaló en Concepción. 

Aun recuerdo el primer encuentro que tuve con uno de ellos (el más enigmático, sin duda). Como es mi costumbre desde mi época universitaria, voy regularmente a la peluquería de don Albino Concha, cuyo local se encuentra en el Foro de la Universidad de Concepción. Justamente, hace cuatro años, después de mi tradicional sesión, me tropecé con un joven de edad indefinida que parecía estar "esperando a alguien". Nunca imaginé que fuera a mí. En cuanto me vio, salió a mi encuentro, decidido. Pensé que chocaríamos, pero no fue así. Me pasó por el costado izquierdo, casi rozando mi parka, y se inclinó sutilmente hacia mi oído. Tenía un porte, una confianza en sí mismo, que no concordaba con su apariencia de estudiante. De reojo percibí su sonrisa. Era inexpresiva y seductora a la vez. Pero fue su voz lo que me puso los pelos de punta. Eso y su inusitada pregunta: «¿Quieres jugar con nosotros?».

Apenas lo escuché, me giré con la intención de grabar más detalles de su persona, pero se había esfumado. Solo quedó a su paso una presencia. Una oscuridad ancestral que se permaneció conmigo un tiempo que me pareció eterno, danzando a mi alrededor, con regocijo. El pánico de apoderó de mí con rapidez. Casi no podía respirar. Por instinto, sujeté con fuerza mi medallita de San Cipriano y recé en voz alta un contra conjuro sin importar la mirada de quienes me observaban con curiosidad. «Un brujo», pensé mientras mi respiración seguía agitada. «Un brujo junto a su sombra», murmuré sin darme cuenta. Entonces casi desfallecí, porque una voz perturbadora susurró a mi oído la más terrible de las maldiciones: «Eres nuestro... Ahora y para siempre». El remolino de oscuridad se desvaneció y la vida siguió como antes. Todo pareció volver a la normalidad, menos mi alma que, desde entonces, habita en páramos siniestros, a medio camino entre la vida y la muerte.

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